Para Franz, las “schubertiadas” eran una catarsis, una purificación, una válvula por la que expulsar ese veneno negro y hostil albergado en el alma. ¿Es el arte una toxina? Depende del tiempo que la creación pase entre las paredes del cráneo, entre la gelatinosa masa llena de surcos llamada cerebro. Allí, la más bella melodía, o el más hermoso pasaje literario, o la más brillante idea pictórica pueden convertirse en una apestosa ponzoña si se macera día tras días en su propio jugo. Da igual si se refleja en un papel, en un lienzo, en un pentagrama. Es una ilusión, un burdo reflejo. Solo la conexión humana, el trasvase creativo entre dos seres, esos ojos que miran y ven, esos oídos que escuchan y oyen, esa segunda persona que absorbe y siente y disfruta, puede aliviar el espíritu de un artista.
Schubert, de cuerpo bajo y rechoncho, se atusaba el cabello y empujaba con el dedo índice de la mano derecha el puente de las gafas que burlaban su miopía, encajándolas con firmeza en la nariz. Sólo entonces cruzaba el umbral de acceso al salón, donde sus amigos aplaudían su entrada triunfal, todos cómodamente sentados en torno a un piano de cola, las señoras recogiendo sus largas vestimentas en torno a los tobillos, y lo hombres ataviados con sus mejores galas.
Comenzaba el espectáculo. Franz olvidaba por un momento sus penurias económicas, el obligado anonimato de su vasta obra, la sífilis y la gonorrea contraías en alguna de sus muchas noches de sexo con delgadas prostitutas, de rostro triste y demacrado, que ni siquiera se prestaban a fingir un placer que hacía muchos años que no sentían, si acaso lo habían sentido alguna vez.
Sus dedos, cortos y gruesos, bailaban entonces sobre el teclado, alumbrados por la tenue luz de una lámpara de araña, luz que en unas ocasiones resaltaba los remiendos de un traje gastado por el continuo uso, y en otras la finura de una indumentaria prestada.
Las “schubertiadas”, unas fiestas entre amigos que emulaban mediocremente el transcurrir de un verdadero concierto, un espectáculo sin escenarios cargados de adornos, sin butacas ocupadas por un numeroso público, sin palcos desde los cuales los críticos examinan con gesto adusto, sin estipendios ni lisonjas multitudinarias. Únicamente un salón, un piano, una lámpara de araña, quince o veinte conocidos, un aplauso breve pero sentido que se hace oír cuando aún no ha desaparecido el eco de un lieder, y la catarsis final, no percibida por nadie más que por el creador, como un orgasmo silente y contenido, un amable vómito de música que liberaba su espíritu.
¿Presentaría en las “schubertiadas” su serie de Impromptus para piano, Opus 90, D 899? Casi con total seguridad. En casa de quién, no se sabe. Tecleando cuál piano, tampoco. Pero sería en una de esas entrañables jornadas, que rozaban la nocturnidad, donde el aire se llenaría con las notas del impromptu nº 1, el más profundo y sentido, Franz Schubert, genial anfitrión, ante el mágico instrumento.
Impromptu nº 1. Una primera nota rotunda y aislada, que no hace presagiar el aire nostálgico del resto de la pieza, un canto a la incomprensión, al desencanto, a la lucha solitaria del héroe que vence siendo derrotado, porque caer con dignidad es otra manera de ganar batallas.
Franz Schubert, muerto a los treinta y un años. Una vida tan incompleta como la partitura de su sinfonía nº 8