La situación en Melilla durante el primer septenio de los años 20 del pasado siglo no fue precisamente idílica, como no lo era en el resto de la región marroquí del Rif, donde los enfrentamientos entre españoles y rifeños comenzaron en 1909, con la agresión de las tribus indígenas a los trabajadores de las minas de hierro, lo que ocasionó la intervención del ejército español.
Las autoridades coloniales españolas, junto al imperio colonial francés, habían sido suficientemente definidas como regidoras en Marruecos por medio de los Tratados de Tetuán, Madrid, Algeciras y Fez, iniciándose la actividad administrativa y geográfica de los protectorados de España y Francia en 1907.
Aquella sublevación de las tribus del Rif inició una serie de encontronazos a lo largo de dieciséis interminables años, en la que fue conocida como Guerra del Rif o Segunda Guerra de Marruecos, haciendo alusión esta última a la originaria Guerra de África, un choque bélico que tuvo lugar en 1859 y 1860, durante el reinado de Isabel II, entre el sultanato de Marruecos y España, que acabó con la victoria española y con la configuración del Tratado de Wad-Ras.
Si en aquella Guerra de África fallecieron poco más de 4000 combatientes españoles, en la Guerra del Rif se contabilizarían más de 26000 decesos, después de diversos enfrentamientos que culminarían con la victoria española en junio de 1927 tras la rendición del líder militar Abd-el-Krim, regresando la paz a una tierra herida y surcada de sangre y de muerte, y que permanecería bajo dominio español hasta la independencia de Marruecos en 1956.
Melilla, por lo tanto, a principios de la década de los 20, era un lugar peligroso. Pero aquello no parecía importar al joven benalmadense Manuel Martín Santaella. Llevaba tiempo trabajando en Melilla como vendedor ambulante de tabaco, azúcar y aguardiente, y era conocido como un tipo afable, cordial con todos y al que todos apreciaban, ya fueran españoles, franceses o marroquíes. Por ello, cuando recibió el chivatazo de que pronto se llevaría a cabo una emboscada por parte del ejército sublevado, pensó que aquello no iba con él.
Pero los integrantes de las tribus indígenas no entendían de privilegios, y Manuel fue a parar a una estrecha celda, donde fue confinado por cuatro largos años con otros presos en unas condiciones de espacio y salubridad verdaderamente infernales.
Si su buena relación con los marroquíes le sirvió de algo, fue para lograr hacer llegar a su madre una carta. La buena señora, al menos, sabría que Manuel estaba vivo y con esperanzas de que algún día finalizara aquel encierro.
Una mujer especial
Antonia Santaella Márquez quedó desolada al enterarse de la situación en la que se encontraba su hijo. Tiempos atrás había enviudado y, aunque tenía cinco hijos, sólo le acompañaba en casa su hija Dolores. Por ello, con todo el dolor del mundo, rezaba a diario para que acabara aquella pesadilla. Pero pasaron los días, los meses y los años.
Aquellos que la conocieron, coinciden en que Antonia era una mujer muy especial. Destacaba, entre otras cosas, por su hospitalidad y por su preocupación por los más necesitados.
Frente a su casa existía una especie de cueva, un refugio de piedra, en el que solían guarecerse los mendigos que pasaban por la zona después de pedir limosna en el municipio. Antonia, sin poder aguantar aquella visión de hambre y desesperación, ofrecía comida a algunos de aquellos indigentes, o incluso dejaba a alguno que otro dormir en su vivienda, a pesar de ser una pequeña casa de apenas veinticinco metros cuadrados.
-Algún día te vas a llevar un disgusto –le decía su marido, temiendo que alguno de aquellos mendigos la agrediera para robarle.
-Pero, ¿no ves el frío que hace ahí afuera? –respondía ella, metiéndose en la piel de aquella pobre gente.
No sólo no se llevó disgusto alguno, sino que varios de aquellos hombres que disfrutaron del techo y de la amabilidad de Antonia, se lo agradecieron a voces por la calle, provocando un rubor en aquella mujer que no buscaba agradecimiento alguno por su caridad.
Más grande fue aún la sorpresa de su marido, arriero de profesión, cuando encontrándose cierta vez con sus burros en una humilde posada, y justo cuando fue a tumbarse en su hatillo junto a sus animales, un señor se le acercó, echándole una manta por encima para hacer frente al frío agudo de la noche.
-¿Quién es usted? –preguntó el marido de Antonia.
-Alguien a quién dejaron ustedes dormir en su casa.
Para mayor asombro del arriero, al marcharse al día siguiente, descubrió que el desconocido había pagado los gastos de la estancia en la posada.
Capacidades asombrosas
Ya de por sí, resulta llamativo que Antonia Santaella, una mujer sin estudios, que no sabía siquiera leer y escribir, poseyera una auténtica sabiduría en el ámbito de las plantas curativas.
-La llamábamos “madre la chica”, ya que por causa del envejecimiento se encontraba ya encorvada –me cuenta su bisnieto, Juan Navarrete Ramírez-. Pero casi llegó a los 100 años, y la única vez que estuvo ante un médico, fue cuando éste firmó su certificado de defunción. Ella misma se trataba con infusiones de plantas y demás remedios, y ayudaba con ellos a cualquier persona que acudiera a su vivienda.
Pero más allá de sus misteriosos conocimientos fitoterapéuticos, destacaba en Antonia su capacidad extrasensorial, que a veces dejaba entrever como si fuera lo más normal del mundo.
El señor Domingo, pescadero del núcleo fuengiroleño de Los Boliches, visitó a Antonia Santaella para llevarle un pedido. De pronto, la mujer hizo alusión a una muchacha recién fallecida en la población vecina.
-A esa chiquilla le quedó por cumplir una promesa, y alguien la tendrá que hacer por ella para que descanse en paz.
-Antonia, vengo de Los Boliches, y allí no ha muerto nadie.
Al regresar a su municipio, Domingo se asombró de que, efectivamente, acabara de fallecer una chica. Al contar a la madre de la difunta lo que Antonia le había narrado, aquella decidió visitar Benalmádena para comprobar si era cierto el asunto de la promesa. Pero llegó la mujer cargada de escepticismo, queriendo poner a prueba a la vidente.
-¿Con qué iba amortajada mi hija?
-Con un vestidito azul –contestó Antonia, provocando un estremecimiento en aquella señora al acertar en su descripción.
Como sucede en algunos otros municipios, existe en Benalmádena, desde hace varias décadas, la tradición de una representación de la vida de Jesucristo, durante la Semana Santa, conocida por el nombre de “El Paso”. Los integrantes han sido siempre los propios vecinos del pueblo que, con mayor o menor capacidad interpretativa, han vestido la piel de aquellos personajes bíblicos.
Durante uno de aquellos festejos, Francisca, una de las hijas de Antonia, le propuso a su madre que la acompañara para asistir a la mítica función.
-Ve tú, que yo estoy cansada.
A su regreso, Francisca, que había disfrutado con la representación, recriminó a su madre que se hubiera perdido aquella oportunidad que sólo se daba una vez al año.
-No te preocupes. Yo he visto la representación –dijo Antonia como si nada.
-¿Cómo que la has visto? Si no has venido.
-No he ido. Pero la he visto.
Enfadada por la presunta broma, la hija empezó a hacer preguntas a su madre para dejarla en evidencia. Antonia, como si de verdad hubiera asistido al evento, fue describiendo cada vestimenta de los personajes a los que Francisca iba haciendo alusión.
Una tarde, llegó Francisca a la vivienda de su madre, haciendo alusión a un señor que acababa de fallecer en el pueblo.
-Sí, ya lo sé. El hombre ha venido a verme para despedirse.
Francisca no podía creer lo que estaba oyendo así que, una vez más, quiso poner a prueba a Antonia.
-A ver… ¿cómo iba amortajado?
-Con un traje gris con rayas negras.
De nuevo, Antonia Santaella había acertado.
Además de aquella capacidad clarividente, con la que Antonia era capaz de ver cosas que habían ocurrido o que estaban ocurriendo en lugares en los que físicamente no estaba, poseía el don de la premonición.
Por aquel entonces, los trayectos entre municipios eran complicados, lo suficiente como para que apenas nadie realizara grandes desplazamientos.
-Sobre la década de los 40, mi bisabuela me contaba que algún día los cerros se convertirían en carreteras, y que la gente viajaría de un lugar a otro, incluso por el cielo –recuerda Juan Navarrete-. Aquello, entonces, era ciencia ficción.
El extraño sueño
Habíamos dejado al joven Manuel Martín confinado en una especie de prisión vigilada por los soldados rifeños. Su madre recibió la noticia como un mazazo.
Una noche, durmiendo en su cama, muy cerca de su hija Dolores, tuvo una misteriosa ensoñación. En su mente vio la imagen de un cristo. Una extraña intuición le indicaba que se encontraba tras un bloque de tierra, en la conocida como cueva del muro, cerca de la iglesia. El cristo le hacía una singular propuesta: si ella acudía a sacarlo del allí, él sacaría a su hijo del lugar en el que estaba encerrado.
Antonia Santaella despertó agitada y contó a su hija lo que acababa de experimentar. Dolores, escéptica, le dijo que aquello no pasaba de ser un sueño, y le pidió que volviera a dormirse.
De nuevo su mente se trasladó a la cueva, y el cristo volvió a decirle: “si me sacas, saco a tu hijo”. Despierta de nuevo, volvió a alertar a su hija sobre lo sucedido. “¿Es qué no me vas a dejar dormir?”, le contestó Dolores, rogándole otra vez que se durmiera.
Por tercera vez, Antonia soñó con el cristo, y entendió que era una señal auténtica. Sin decirle nada a nadie, en cuanto aparecieron los primeros rayos de sol, salió de casa y caminó discretamente hasta la cueva. Una vez dentro, un pálpito le movió a excavar en una zona concreta, usando sus manos y un pequeño escardillo. De entre la tierra apareció un palito de madera y, tras él, el cristo que había visto en sueños. Era un cristo de cerámica ya mutilado por el tiempo y las vicisitudes, sin brazos ni piernas, clavado a un madero carcomido.
Con la figura escondida entre su delantal, marchó a su casa, atrayendo la atención de vecinos que se extrañaron de verla tan temprano, manchada de tierra y ocultando algo entre la tela de su ropa. Antonia, sin deseos de esconder nada, fue enseñando el cristo y contando la historia de cómo lo había encontrado a todo aquel que se sintiera interesado.
Casualidad o no, fue desenterrar al cristo, y Manuel Martín fue liberado de su esclavitud. Y fue así porque, justo en esas fechas, finalizó la Guerra del Rif con la rendición de los indígenas sublevados. Aunque también pudo haber intervenido en su liberación su paisano, el también benalmadense José Valderrama Coronado, un comandante que destacó por su intervención durante las diferentes contiendas producidas entre 1921 y 1926. Tal vez Antonia recurrió a él para pedirle el favor de que mediara ante su hijo.
Pocos días después del descubrimiento de la imagen religiosa, la Guardia Civil visitó a Antonia para indicarle que su hijo ya estaba en Málaga, y que en breve se desplazaría a Benalmádena, donde fue recibido por los vecinos y las autoridades eclesiásticas y civiles con vítores de alegría. Incluso, las campanas del templo redoblaron para celebrar el retorno de Manuel. Antonia, más allá de estar ansiosa por abrazar a su hijo, se postró ante el cristo para agradecerle eternamente el favor concedido, aquel por el que tanto había rezado.
Eso sí, debido a las terribles condiciones del confinamiento de Manuel, que tendría aproximadamente cuarenta años de edad, llegó al municipio con un estado de salud deplorable, con el hígado muy perjudicado por la falta de alimentación (básicamente raíces e insectos) y, a pesar de las atenciones que siempre recibió por parte de la familia, murió pocos años después, antes del estallido de la Guerra Civil española.
Fervor popular
“Si me sacas, saco a tu hijo”. Se había cumplido la promesa, el trato, y aquella historia caló hondo en el fervor de las buenas gentes de Benalmádena, que rápidamente comenzaron a visitar al cristo en tropel para solicitarle todo tipo de favores, igual que si fuera el cristo o la virgen o el santo de cualquier iglesia.
La imagen se conservó entonces, como no podía ser de otra manera, en la vivienda de Antonia Santaella, en una especie de improvisada capilla. Los visitantes llevaban aceite para que fuera consumido por las mariposas que alumbraban al cristo.
Y cuentan que se dieron muchos pequeños milagros, esos milagros del día a día relacionados con la salud y el trabajo, cuestiones cotidianas que parecían solventarse por intermediación del ahora conocido como Cristo de la Cueva.
-Mi tatarabuela llevó el cristo a un convento, seguramente de Coín o de Málaga, para ver si las monjas podían restaurarlo, ponerle de nuevo brazos y piernas –me narra Noemí Navarrete-. Pero las religiosas le recomendaron que lo dejara tal cual. Si el cristo había aparecido de esa manera, debía quedar de esa así como recuerdo del prodigio.
Cuando Antonia falleció, la imagen pasó a manos de su hija Francisca, que la trasladó a su domicilio, en el mismo municipio de Benalmádena. Al morir, el cristo quedó en la misma vivienda custodiado por su hijo José Navarrete Martín y, a su muerte, por su esposa, Ana Pino.
-Esta historia me la ha narrado muchas veces mi abuela María Ramírez –explica Noemí-. Aunque en su momento la conocían todos los vecinos, poco a poco se ha ido perdiendo, y la gente joven no sabe el milagro que tuvo lugar aquí, en Benalmádena.
Dos posibles orígenes
Más allá de la historia sobrenatural, más allá del milagro de un cristo que, desde su lugar de entierro, avisa en sueños a una señora para que lo rescate, la imagen religiosa tiene, como es lógico, un origen físico. Y dar con ese origen, usando la lógica y basándonos en la historia de Benalmádena, no es muy difícil, ya que sólo pueden ser dos.
Uno de esos orígenes lo encontramos en la iglesia que se alza sobre el macizo en el que fue hallado el cristo. O, mejor dicho, en la iglesia que allí se asentaba hasta 1680.
-Sabemos que en la última década del siglo XV se construyó la originaria iglesia de Santo Domingo, por orden de Fernando el Católico, siendo alcalde del municipio el ecijano Alonso Palmero, que inicio sus funciones como regidor de Benalmádena a finales del año 1491, manteniéndose en el cargo hasta su muerte en 1496 –me cuenta el historiador benalmadense Rafael Gamero.
Algo más de un siglo después, en 1621, aquella iglesia primigenia se había convertido en un edificio en mal estado, por lo que se inició el proyecto de la creación de un nuevo templo sobre sus ruinas. Pero nadie sospechaba que la nueva parroquia tenía sus días contados. 59 años exactamente.
-En la mañana del 9 de octubre de 1680, un terrible terremoto acompañado de un maremoto asoló a la provincia malagueña, sintiéndose incluso en Sevilla, Córdoba, Jaén y Granada –narra Rafael-. Comenzó a las 7:15 y tuvo una intensidad de 9 en una escala de 10, con un epicentro entre los términos de Álora y Carratraca.
Los peces fueron los primeros en percatarse del movimiento sísmico, buscando refugio, haciendo extrañas cabriolas, entre las rocas de la costa. Poco después, mientras unas siniestras tinieblas fueron apareciendo desde lo más alto de la sierra, varios barcos de pescadores y navíos fueron levantados en alto, esparciendo su mercancía por los aires.
-La imagen tuvo que ser aterradora, con las olas llegando hasta la falda de la sierra, un oleaje que acercaba y alejaba los restos de las embarcaciones como si fueran brozas –sigue contando el historiador Rafael Gamero-. El viento arrancaba rocas, caseríos, paredes, tejados, puertas y ventanas. Cuentan que la Sierra de Mijas se rajó en trece partes, apareciendo diversos cráteres, y su falda quedó erizada de grietas por donde desapareció el ganado que había salido bien temprano a pastar.
Aunque los historiadores de la época no mencionan víctimas mortales en el municipio, el terremoto no dejó en pie ni un solo edificio. La villa de Benalmádena se hundió, quedando en ruinas todas las casas y, por supuesto, la iglesia.
-Con la reconstrucción del pueblo, a finales de aquel siglo XVII, llegó la reconstrucción integral de la iglesia, sobre el lugar donde la antigua había sido reducida a escombros –explica Rafael-. Tiempo después, ya en el siglo XX, se acometieron varias restauraciones que le dieron a la iglesia de Santo Domingo el aspecto actual.
Es, por lo tanto, altamente probable que el Cristo de la Cueva hubiera pertenecido al grupo de objetos y figuras litúrgicas existente dentro del templo religioso hasta el azote del terremoto y maremoto de 1680. El temblor y corrimiento de tierras habría propiciado que varios de aquellos elementos de devoción quedarán bien enterrados en el subsuelo de aquel macizo, completamente cubierto de tierra, siendo encontrado a principios del siglo XX por Antonia Santaella Márquez, guiada la mujer por aquel mensaje enigmático en mitad del sueño.
De ser así, el cristo de la cueva tendría a sus espaldas casi cuatro siglos de antigüedad, o más de cinco de haber pertenecido a la originaria iglesia de finales del siglo XV.
Pero encontramos una segunda tesis en el viejo cementerio de Benalmádena, también ubicado, hasta finales de los 60 del pasado siglo, en el entorno de la cueva donde la figura fue hallada.
-El antiguo cementerio debemos situarlo al tiempo de la llegada de los nuevos pobladores a Benalmádena tras la reconquista, siendo, por lo tanto, contemporáneo de la iglesia de Santo Domingo. Ocupaba el lateral este y sur de la parroquia –sigue narrando Rafael-. Su derribo se produjo en 1969 con el cambio al nuevo camposanto.
Al igual que ocurrió con la iglesia, y al igual que ocurrió con el resto del municipio, el azote del terremoto de 1680 destrozó la necrópolis, pudiendo haber esparcido su contenido por el entorno. Pero, según la opinión de Rafael Gamero, gran conocedor de la historia local y autor de libros como “Historias de Benalmádena y Arroyo de la Miel”, es poco probable que el cementerio contara con imágenes religiosas realizadas con materiales tan livianos como la cerámica y la madera. Habrían sido confeccionadas, en tal caso, en metal, para aguantar las inclemencias del tiempo al estar ancladas a simples tumbas en tierra, sin ninguna edificación, sin resguardo. Además, de haber pertenecido a un enterramiento anterior a 1680, el cristo tendría que haber sido lanzado al otro lado del macizo, introduciéndose en la cueva, siendo tapado después por una montaña de tierra, lo que supondría un proceso ciertamente antinatural.
Otra opción es la que relacionaría al cristo con algún enterramiento posterior, desde la reconstrucción del cementerio a finales de aquel siglo XVII, hasta principios del XX, cuando la imagen es descubierta.
Y es bien cierto que cuenta la tradición popular y los testimonios de lugareños que lo escucharon hablar a sus antepasados, que los diferentes enterradores del viejo cementerio, tenían la costumbre de tirar por una especie de conducto, de profundo pozo, desde escombros hasta trozos de lápidas rotas, pasando por imágenes religiosas mutiladas y restos óseos desubicados de sus tumbas por diferentes motivos.
Pero la relación del Cristo de la Cueva con ese material no convence del todo a Rafael.
-Ese pozo o cavidad, hoy día tapado para evitar accidentes, se encuentra en el otro lateral del macizo, junto a la cúpula de César Manrique. Aún debe de albergar en su interior una buena cantidad de restos de la necrópolis. No es imposible, pero es poco probable, que ese material arrojado al pozo haya recorrido el subsuelo bajo la iglesia, a pesar de que pudiera haber conductos subterráneos, hasta llegar al otro lado.
Por lo tanto, la intuición y la sensatez llevan a pensar que el Cristo de la Cueva debió de adornar hace cuatro o cinco siglos la pequeña iglesia primigenia o su reconstrucción total de principios del siglo XVII. Un detalle significativo es que si trazáramos un túnel completamente vertical desde el interior de la iglesia hacia el subsuelo, llegaríamos directamente a la cueva donde fue hallada la imagen del cristo.
-Teniendo en cuenta que, durante el terremoto de 1680, el macizo se abrió y engulló buena parte del contenido de la iglesia, ahí abajo, de excavar, encontraríamos restos humanos, imágenes religiosas, enseres y mobiliario de la iglesia -recuerda Rafael Gamero-. Aquello es una caja de sorpresas.
El Cristo en la actualidad
Actualmente, el Cristo de la Cueva se conserva en Benalmádena pueblo, aunque está custodiado por descendientes políticos de Antonia Santaella. Dicha familia prefiere vivir al margen de la repercusión mediática, para no sufrir de ese modo las visitas de los curiosos.
Por ello, desde determinadas plataformas, se ha recomendado que el Cristo sea donado al ayuntamiento y ubicado en una capilla a pie de la Cueva del Muro. De momento, tal propuesta ha sido rechazada.
Mientras tanto, en el municipio se esta luchando para que, al menos, la historia quede plasmada en un panel, con una fotografía del Cristo, para que tanto lugareños como turistas puedan disfrutar de un acontecimiento centenario que tenemos la obligación de conservar para que no caiga en el olvido.