La Biblia más erótica

Historias prohibidas de las Santas Escrituras

Libro de cabecera para los más conservadores, la Biblia es la obra más vendida y traducida del mundo. Pero pocos saben que “el libro de los libros” no es simplemente un manual para la cristiandad, ya que entre sus páginas podemos descubrir los más eróticos pasajes nunca escritos.

Sé que escribir sobre un tema tan polémico como el presente puede hacerme ganar el desprecio de aquellos que, fanáticamente, veneran la Biblia sin haberla leído. Pero, y no lo consideren un modo de excusarme, los pasajes que a continuación ofreceré no proceden de mi propia cosecha, ni mi imaginación podría gestar algo tan desconcertante a la par que cómico (o lamentable en ocasiones). Y es que los libros que conforman las Sagradas Escrituras podrían servir de guión cinematográfico para más de una película subida de tono.

Por lo tanto, en mi derecho estoy de hacer este apostolado tan particular que saca a la luz la otra cara de “la palabra de Dios”, la erótica. Cumplo con todos los requisitos. Escrito está que “el hombre que tenga los testículos aplastados o el pene mutilado no será admitido en la asamblea de Dios” (Génesis 17,11). Y yo, que no tengo ninguna malformación en salva sea la parte, me considero en condiciones “oficiales” de trasmitir el legado del Padre celestial. Suyas son las palabras que expongo a continuación. Eso sí, si es usted una persona aprensiva, no lea este reportaje, ni ojee la propia Biblia. Son textos demasiado transgresores. Mejor cierre estas páginas y dedíquese a la lectura de una de las muchas novelas románticas que proliferan hoy día. Avisado queda.

Trueques sexuales

            Parece que el reverenciado patriarca de Israel, Abraham, o era cortito de entendederas, o su esposa Sara le importaba menos que su camello. No en vano, la pobre mujer fue objeto de trueque en más de una ocasión. Durante uno de sus viajes a Egipto, el faraón en funciones quedó prendado de su belleza y deseó poseerla. Abraham, no queriendo problemas con tan distinguido y poderoso personaje, tuvo una genial idea: “…dijo a Sara, su esposa: “Estoy pensando que eres una mujer muy hermosa. Los egipcios al verte dirán: “Es su mujer”, y me matarán para llevarte. Di, pues, que eres mi hermana”. Después que la vieron los oficiales del faraón, le hablaron a éste muy bien de ella; por eso Sara fue conducida al palacio del faraón, y en atención a ella, el faraón trató bien a Abraham, quién recibió ovejas, vacas, burros y camellos” (Génesis 12,10-20). O sea, que no solo ofreció su mujer al gobernante de tierras egipcias, sino que, en el colmo de los colmos, se vino cargado de regalos. Y el viejete, contento con el resultado, decidió repetirlo: “…después fue a vivir un tiempo a Guerar. Abraham decía de su esposa Sara: “Es mi hermana”. Oyendo esto, el rey de Guerar, llamado Abimelec, mandó a buscarla para él” (Génesis 20,1-18). En definitiva, la pobre Sara había pasado por las alcobas de medio Oriente.

            Se han dado casos incluso más paradójicos como el de aquel levita de Israel que, estando de viaje en Guibea acompañado de su concubina, hospedado en casa de su suegro, se tropezó con una turba furiosa que, o bien por puro vicio o porque el hombre estaría de buen ver, decidió violarlo. El levita, que ni se había estrenado aun en asuntos homosexuales ni le apetecía hacerlo, se escondió en casa del padre de su esposa, mientras los depravados lugareños amenazaban con franquear la entrada. Salió entonces el dueño de la vivienda a la calle ofreciéndose de intermediario: “!No, mis hermanos, por favor! No se comportan mal. Ustedes ven que este hombre está ahora bajo mi techo. No cometan una cosa así. Tengo una hija y él tiene su concubina. Ser las entregaré. Pero no cometan una cosa tan fea con ese hombre” (Jueces, 19,1-30). Caso solucionado. Los hombres del lugar, que digo yo que serían bisexuales, y prefiriendo dos mujeres en lugar de un hombre, aceptaron el trato. Y allí, en mitad de la plaza, la mujer y la cuñada del levita fueron protagonistas de una bacanal de órdago.

            No quiero abandonar este apartado sin hacer mención de una curiosa visita a la ciudad de Sodoma por parte de dos ángeles mandados por Dios. Su misión era, una vez hospedados en la casa de Lot, la de verificar las degeneraciones por las que eran famosas aquellas personas. ¡Y vaya si las verificaron con creces! Debemos imaginarnos la belleza divina de aquellos dos especímenes masculinos. Sin alas, eso sí, pero con el rostro rollizo, sonrosado y amable que podemos admirar en los lienzos cristianos. Pues todo hace indicar que por aquel entonces y en aquel lugar abundaban ciudadanos a los cuales, tener sexo con un ángel, y ya no digamos con dos, les resultaba altamente morboso. “No estaban acostados todavía cuando los vecinos, es decir, los hombres de Sodoma, jóvenes y ancianos, rodearon la casa. ¡Estaba el pueblo entero! Llamaron a Lot y le dijeron: “¿Dónde están esos hombres que llegaron a tu casa esta noche? Mándanoslos afuera, para que abusemos de ellos”. Lot salió de la casa y se dirigió hacia ellos, cerrando la puerta detrás de sí, y les dijo: “Les ruego, hermanos míos, que no cometan semejante maldad. Miren, tengo dos hijas. Se las voy a traer para que ustedes hagan con ellas lo que quieran, pero dejen tranquilos a estos hombres que han confiado en mí” (Génesis 19,1-11). Una muestra de desbordante hospitalidad por parte de Lot, sí señor. Con las hijas, lo que quisieran, pero que nadie molestara a los invitados. Así que mientras las dos muchachas fornicaban con toda una población, los dos ángeles debieron mirar por una rendija de la cortina respirando aliviados. ¿O quizá el espectáculo les causó cierta envidia? Eso nunca lo sabremos…

Todo queda en familia

            La continuidad de la estirpe familiar, problemática ancestral. A lo largo de la historia, diferentes personajes, en especial monarcas, han vivido inmersos en la preocupación de no dejar descendencia, no pudiendo de esa forma perpetuar la raza. Y como esto no es monopolio de los reyes, y ocurre hasta en las mejores familias, la Biblia no iba a quedarse atrás mostrándonos casos que rayan en la ordinariez.

            Fueron las hijas de Lot, aquellas que, gracias a su padre, habían abierto sus piernas a medio censo, como mínimo, de Sodoma las que, preocupadas por la descendencia de su padre tras ver convertirse en estatua de sal a su madre, decidieron poner en marcha un ingenioso plan. Este fue el resultado: “Entonces dijo la hija mayor a la menor: “Nuestro padre está viejo. Ven y embriaguémoslo con vino y acostémonos con él. Así sobrevivirá la familia de nuestro padre”. Y así lo hicieron aquella misma noche, y el padre no se dio cuenta de nada. Y así las dos hijas quedaron embarazadas” (Génesis 19,15-38). Aquello no pasó solo una vez, sino en dos ocasiones consecutivas. Y, mire usted, aquello de que el abuelete no se dio cuenta de nada, no me lo trago. Primero, aceptó bebidas por parte de sus hijas sin preguntarse el motivo de la fiesta y hasta alcanzar casi el coma etílico. Segundo, practicó sexo con ellas sin escrúpulos. Porque digo yo que algo de conciencia tendría cuando pudo aguantar por dos veces el acto. Y tercero, si no llegó a enterarse de lo sucedido, ¿tampoco se preguntó quién era el agraciado que había dejado embarazadas a la vez a ambas hermanas, viviendo como vivían alejados de la población?

            Pero quien sí que no estaba ebrio al cometer un acto incestuoso fue Amnón. Al buen hombre le pillaría un mal día; el caso es que al ir su hermana Tamar a llevarle unos pasteles a su habitación, vio el cielo abierto: “Hermana mía, ven a acostarte conmigo”. Pero ella respondió: “No, hermano mío, no me tomes a la fuerza. No cometas esa falta. Pero él no quiso hacerle caso, la agarró a la fuerza y se acostó con ella” (2 Samuel, 13,1-39). Y se quedó tan pancho.

            Ahora bien, hemos de ser justos y reconocer que otros casos presentes en las Sagradas Escrituras nos hablan de la práctica del incesto por una equivocación, por un error garrafal que llevo a su protagonista a compartir lecho con algún familiar sin saberlo. Eso le pasó al pobre de Judá cuando, camino de Timna para esquilar su rebaño, se tropezó con una mujer sentada al borde del camino y con el rostro cubierto con un velo. Se trataba de Tamar, su nuera la cual, por cierto, no puso pegas cuando pasó lo que pasó si con eso podía sacar tajada. “Al pasar Judá por dicho lugar, pensó que era una prostituta, pues tenía la cara tapada. Se acercó a ella y le dijo: “Déjame que me acueste contigo”; pues no sabía que era su nuera. Ella le dijo: “¿Y qué me vas a dar para esto?” El le dijo: “Te enviaré un cabrito de mi rebaño” (Génesis 38,1-30). Tras el acto, marchó Tamar muy contenta a casa, acompañada de su corderito. No era prostituta, no. Pero la diferencia estribaba en que las profesionales no solían aceptar mascotas como pago.

Mandamientos íntimos

            Como en toda religión, en la cristiana también existe un Dios que prohíbe y castiga, que expone una serie de mandamientos, más o menos lógicos, que hay que cumplir para no levantar la ira del Creador. Pero lo que muy pocos saben es que algunos de esos mandamientos tienen relación con asuntos tan mundanos y sexuales como la “marcha atrás” o la homosexualidad.

            El hermano de Onán no podía tener hijos; su esterilidad se lo impedía. Pero tampoco quería morir sin tener una descendencia más o menos directa. Así que ni corto ni perezoso le pidió a este que fecundara a su esposa por él. Y Onán, viendo el cielo abierto, hizo lo siguiente: “Entonces Judá dijo a Onán: “Cumple con tu deber de cuñado y toma a la esposa de tu hermano para darle descendencia a tu hermano”. Onán sabía que aquella descendencia no sería suya, y así, cuando tenía relaciones con su cuñada, derramaba en tierra el semen, para no darle un hijo a su hermano. Esto no le gustó a Yahvé, y le quitó también la vida” (Génesis 38,8-10). Bien pudiera parecer cruel la represalia de Dios contra Onán, pero hay que reconocer que éste era muy listo, ya que al no eyacular dentro de la señora, tendría más oportunidades de repetir la escena, una y otra vez. Haciéndose pasar por un hermano ejemplar, intentaría de manera continuada dejar embarazada a su cuñada. Y con el viejo truquito hubiera estado toda la vida de no haber sido pillado por Yahvé, que lo ve todo, incluso nuestros actos más íntimos.

            Entiendo que tachar a Dios de homófobo puede sonar a blasfemia. Pero en estos tiempos, donde las tendencias sexuales de cada cual son precisamente eso, de cada cual, y vivimos con una cierta libertad a la hora de escoger lo que nos gusta o no nos gusta, resulta chocante pasajes como: “No te acostarás con un hombre como se hace con una mujer. Esto es una cosa abominable. Cualquiera que cometa estas abominaciones, todas esas personas serán eliminadas de su pueblo” (Levítico 18,22-29). Si en la actualidad echáramos de nuestros pueblos a gays y lesbianas, el censo general iba a bajar “muy mucho”. Pero el Dios bíblico, no contento con imponer sus normas, amenaza de la siguiente manera: “Si un hombre se acuesta con varón, como lo hace con una mujer, ambos han cometido una infamia; los dos morirán y serán responsables de su muerte” (Levítico 20,13). Supongo que con la legalización del matrimonio homosexual en diferentes partes del mundo, Yahvé debe andar mordiéndose las uñas.

El Antiguo Testamento está plagado de guerras y enfrentamientos bélicos sumamente violentos, donde pueblos vecinos se mataban entre sí por cuestiones religiosas. Y muchas de estas batallas, dirigidas por ese gran general que era Dios, se llevaban a cabo bajo una serie de mandatos donde la mujer resaltaba con luz propia. Muy a su pesar, claro. Las féminas se convirtieron en botín de guerra. ¿Que no lo creen? Lean, lean: “Maten, pues, a todos los niños, hombres, y a toda mujer que haya tenido relaciones con un hombre. Pero dejen con vida y tomen para ustedes todas las niñas que todavía no han tenido relaciones” (Números 31,17-18). Y por si alguien piensa aun que los soldados victoriosos querían a esas niñas para ayudarles a hacer los deberes o enseñarles a bordar, ahí va otra “pildorita” de la justicia divina: “Vayan y pasen a cuchillo a los habitantes de Yabés en Galaad: todo varón y toda mujer que haya tenido relaciones con un hombre serán condenados al anatema, pero dejarán con vida a las que son vírgenes” (Jueces 21,10-12). O ese otro pasaje que, de manera más explícita, dice: “Haré que se junten todas las naciones para atacar a Jerusalén. Se apoderarán de la ciudad, saquearán sus casas y violarán a sus mujeres” (Zacarías 14,2).

Las chicas al poder

            No todo iba a ser denigrante para la mujer en las Sagradas Escrituras, ya que a veces han sido las féminas las que han llevado el mando de la situación, a veces hasta situaciones límites. Tal historia es, por ejemplo, la de la señora Putifar (menudo nombre). Esta mujer estaba casada, pero dadas las condiciones de eunuco de su marido, no debía andar muy satisfecha. Así que, siendo una vez visitada por José, hijo de Jacob, quiso de este ciertos favores de cama. En diferentes ocasiones, oculta de la mirada de curiosos, le decía al primer ministro egipcio: “!Acuéstate conmigo!”. Pero José, que sus motivos tendría, rehusaba una y otra vez. En una ocasión en la que el hombre entró en la vivienda, ella se le echó prácticamente encima, quitándole parte de su ropa de un tirón. La víctima salió corriendo, dejando sus prendas en manos de la ninfómana. Pero ésta, sintiendo dañada su orgullo, salió a la calle, gritando: ““!Mirad! Nos ha traído un hebreo para que se burle de nosotros. Ha venido a mí para acostarse conmigo, pero yo he gritado”. Y el señor de José mandó que lo prendieran y lo metió en la cárcel” (Génesis 30,3-20). Asombrosamente, José, al que posiblemente no le gustó aquella mujer porque según la leyenda era más fea que Quasimodo, terminó con sus huesos en prisión por no haber querido echar una cana al aire.

            El liberalismo de la antigüedad a veces me sorprende. En la siguiente aventura, veremos a un Abrahán que no podía perpetuar su “apellido” porque su mujer, Sara, era estéril. Pero el buen hombre, para evitar dañar los sentimientos de su mujer, callaba y callaba. Pero Sara, comprensiva y entendiendo el problema, le dijo en cierta ocasión: “Mira, Yahvé me ha hecho estéril. Llégate, pues, te ruego, a mi esclava. Quizá podré tener hijos de ella” (Génesis 16,1-15). Como era de esperar, Sara no tuvo que repetirlo dos veces para que Abrahán se lanzara, con una sonrisa boba en los labios, a los brazos de la esclava. Que iba obligado, vaya…

Pero al final de los días del curioso matrimonio formado por Abrahán y Sara, Dios quiso compensarles borrando de un plumazo la esterilidad de la mujer. Que digo yo que podía haberlo hecho antes, y no cuando ambos estaban a punto de cumplir el siglo de edad. Aun así, se sintieron agradecidos cuando escucharon la voz de Yahvé clamar en el cielo, asegurando que podrían tener relaciones sexuales con un final feliz. No sabemos si Dios se dio cuenta del detalle, pero el narrador bíblico advirtió de que: “Sara rió para sus adentros y pensó: “Ahora que estoy pasada, ¿sentiré el placer, y además, con mi marido viejo”” (Génesis 18, 11-12). En definitiva, la buena de Sara dudaba poder disfrutar mucho con un anciano que tenía ya un pie en la tumba. Aunque a decir verdad ella, a sus noventa años, tampoco estaba para muchos trotes.

Caprichos de los reyes

            Se dice que el dinero y el poder hacen que la gente se vuelva caprichosa y desee acceder a elementos que, bajo otras circunstancias, serían inalcanzables. Algunos monarcas, a lo largo de la historia, han hecho gala de excentricidades que han quedado plasmadas en los libros de texto. Pero también en la Biblia encontramos a reyes que, aprovechando su condición, han tenido contactos, algo ilícitos, con el mundo del sexo.

            El rey David aparece en los textos bíblicos como un hombre poderoso, un monarca que se enamoró de Betsabé, esposa de uno sus principales oficiales. Así que, dando rienda suelta a sus deseos, quiso verla metida en su cama. Así transcurrió la historia: “Una tarde en que David se había levantado de su siesta, divisó desde lo alto de la terraza a una mujer que se estaba bañando; la mujer era muy hermosa. David preguntó por la mujer y le respondieron: “Es Betsabé, la esposa de Urías”. David mandó a algunos hombres para que se la trajeran. Cuando llegó a la casa de David, éste se acostó con ella” (2 Samuel 11,1-26). Eso sí, el monarca destrozó un matrimonio, ya que el marido de Betsabé la despreció a partir de ese momento. Así que solo salió bien parado David, que se puso las botas con la más bella hembra de palacio.

            Pero a todos les llega la vejez, y eso mismo ocurrió con el rey David. Ya cerca de la muerte, sus ayudantes de cámara descubrieron que su cuerpo estaba frío como el hielo, y que ninguna manta podía hacer que aumentara su temperatura. No sabemos a quién se le ocurrió la ingeniosa idea que veremos a continuación: “”Que se busque para el rey mi señor una joven, y el rey mi señor entrará en calor”. Buscaron una muchacha hermosa por todos los términos de Israel. La joven era extraordinariamente hermosa, pero el rey no intimó con ella” (1 Reyes 1,1-4). Vayamos por parte. Entendemos que la idea de buscar una joven de buen parecido en lugar de una estufa para que al rey se le subiera la temperatura, debía tener algo que ver con su pasado promiscuo. Pero lo que no valoraron sus allegados es que, a esas alturas, el viejo monarca no estaba en condiciones de hacer el salto del tigre, y que ni con viagra hubiera quedado en buen lugar. Moraleja: que hizo el ridículo más grande de su vida.

Curiosidades eróticas bíblicas

            A modo de representación, el profeta Ezequiel comparaba Samaria y Jerusalén con dos hermanas irreales, Ohola y Oholiba, que no eran precisamente puritanas. Pero lo más gracioso es la comparación, con tintes pornográficos, que utiliza el escritor bíblico, cuando narraba que una de ellas: “ardía en deseos por unos desvergonzados que se calentaban como burros y cuyo sexo era como el de los caballos” (Ezequiel 23,1-49). El profeta, no sabemos si por celo religioso o por envidia en cuanto a temas de medidas, situaba a estas damas en una posición donde, al parecer, el tamaño sí importaba.

            Hay dotes y dotes. Y si no, que se lo digan al joven David cuando pidió la mano de Mical. Su futuro suegro, Saúl, no le pidió precisamente dinero: “No quiere el rey dote, sino cien prepucios de filisteos para vengarse de los enemigos del rey” (Saúl 18,20-27). David amaba tanto a Mical que no se negó. Pero claro, tampoco iba a entretenerse haciendo cien circuncisiones. Así que primero mató a los filisteos, y luego, sin resistencia de estos, les hizo el corte necesario. Ahora bien, si los cargó en un bolsillo o en un zurrón, o si llegaron a palacio algo corrompidos por el calor, es algo que desconozco. Y si de prepucios hablamos, existe un caso que me trae de cabeza, y que casi entre en el terreno de lo paranormal. El pasaje dice así: “En aquellos días surgieron de Israel unos hijos rebeldes que sedujeron a muchos diciendo: “Vamos, concertemos alianza con los pueblos que nos rodean” y algunos del pueblo se apresuraron para seguir las costumbres de los paganos. En consecuencia, levantaron en Jerusalén un gimnasio, rehicieron sus prepucios, y renegaron de la alianza santa para atarse al yugo de los paganos”. (1 Macabeo 1,10-15). Que alguien me explique esto. ¿Cómo se rehace un prepucio? Porque cabe imaginar que no habría por aquel entonces un cirujano plástico que, aprovechando los cien prepucios de los filisteos, realizara una operación para colocárselos a los nuevos paganos. Desde luego, el asunto de los prepucios bíblicos es todo un Expediente X.

RECUADROS

Mil mujeres para un rey

La promiscuidad en la monarquía no era monopolio del rey David, ya que aquel otro monarca bíblico tan popular como era el rey Salomón, le ganaba en cuestiones amatorias: “Pero Salomón se unía a ellas por amor; tuvo setecientas mujeres con rango de princesas y trescientas concubinas” (1 Reyes 11,1-3). O sea, mil damas en total a las que, presuntamente, había amado. Un corazón enorme el que tenía este hombre. Y, dicho sea de paso, una vigorosidad sexual que hizo historia.

Impaciencia = Impureza

Decía el cantante Ricardo Arjona en uno de sus temas: “De vez en mes, tú me propones huelga de hambre, yo hago de imaginación”. Y es que la menstruación en las mujeres no es, en ocasiones, momento propicio para las relaciones amorosas. Pero, ¿qué ocurre con aquellos que no disponen de paciencia o de presencia de ánimo para aguardar? ¿Qué dice el Altísimo al respecto?: “La mujer que tenga la menstruación, permanecerá impura por espacio de siete días. Y quién la toque será impuro hasta la tarde. Si uno se acuesta con ella, se contamina de la impureza de sus reglas y queda impuro por siete días” (Levítico 15,19-24). Así que ya lo sabemos. Si incumplimos las normas divinas por algún motivo, estaremos impuros durante siete días. Aunque, bien pensado, ¿qué es una semana? Eso se pasa volando.

Con la mano en el muslo

En asuntos judiciales, las normas han cambiado mucho desde entonces hasta nuestros días. En la antigüedad, y como se puede leer en las obras que conforman las Sagradas Escrituras, los juramentos se hacían de la siguiente manera: “Ven, pon tu mano debajo de mi muslo, que voy a juramentarte por Yahvé” (Génesis 24,2-9). Ni mano derecha en la Biblia (que aún no existía) ni ostias, con perdón. La mano debajo del muslo. Quizás, si eso ocurriera hoy día, se cometerían más crímenes solo con el deseo de que el juez o la jueza de turno estuviera de buen ver. Y en caso de que fuera una magistrada y encima con falda, la cosa podría adquirir tintes casi pornográficos, porque, ¿hasta qué altura del muslo se podía situar la mano?