Sistemas de Tortura de la Inquisición Española
La Inquisición, la mal llamada Santa Inquisición o Santo Oficio, ha escrito una de las páginas más oscuras de la historia de España. Fueron muchos los imputados por crímenes contra la fe que probablemente nunca o casi nunca cometieron. Pero los métodos usados para que estas pobres personas se auto inculpasen, se confesaran culpables de actos no cometidos, fueron de lo más aberrante que nos podemos imaginar. La dama de hierro, el potro de tortura, el garrote vil, la cuna de Judas, y otras tantas monstruosidades que nos encogen el alma con solo recordarlas.
A pesar de que la Inquisición Española entra en vigor a finales del siglo XV, los castigos para combatir la herejía contra la Iglesia Católica era algo ya en boga en el siglo IV, aunque por aquel entonces los emperadores romanos solo usaran la excomunión como castigo hacia los “enemigos del Estado”
Es en el año 1184 cuando el Papa Lucio III, en el Concilio de Verona, establece mediante una bula la práctica de la inquisición o investigación contra las herejías en los lugares donde supuestamente se estuvieran manifestando o se tuviera sospecha de ello. Así nace el Tribunal de la Fe de la Santa Inquisición o Santo Oficio en la Europa occidental, donde ahora sí eran realizados cruentos castigos físicos contra los herejes. Aunque estaba prohibido mutilar al reo o poner su vida en peligro, el Papa Inocencio IV establece en 1252 mediante otra bula, el uso de la tortura para obtener las confesiones de los reos.
Sería en 1478 cuando se crea el Santo Oficio en España, dirigido especialmente a las herejías de los judíos conversos establecidos en la península ibérica. La Iglesia Católica y la Corona Española estrecharon sus brazos, iniciando una política de colaboración mutua contra lo que se consideraban actos aberrantes contra Dios y contra el Estado, ya que también el rey era parte del mandato divino.
Lo que empezó como una lucha contra los judíos conversos, sería seguido por un control contra los “cristianos nuevos” tras la reconquista, sufriendo finalmente una decaída en la que solo se mantenía bajo control la propagación de ideas, en su mayor parte publicaciones literarias, que estaban en contra de lo marcado en el Concilio de Trento.
El Tribunal de Fe
Una vez localizado el foco o población de la herejía, un tribunal de Santo Oficio se dirigía a investigar el suceso. A los fieles se les obligaba a denunciar a los herejes bajo pena de excomunión. También eran aceptadas las autoinculpaciones, las cuales libraban al confesor de la pena de muerte, el encarcelamiento perpetuo o la confiscación de sus bienes.
Era norma básica la de ocultar la identidad del acusador, que era desde el primer momento secreto de sumario, a fin de no causar represalias posteriores. Igualmente, las falsas acusaciones eran sancionadas con el mismo castigo que se pensara ocasionar al inexistente hereje.
Finalizado el proceso donde el inculpado era sometido a numerosos interrogatorios, se procedía a la absolución del procesado o a la condena. Esta última, que era establecida públicamente mediante el Auto de Fe, y que servía para disuadir a otros herejes, podía ser muy variada, pero en todos los casos aterrorizaba al que se enfrentaba a ella.
Las Máquinas de Tortura
El arsenal de instrumentos con los que la Santa Inquisición se surtía para causar dolor físico y psicológico a sus procesados era enorme. Los métodos que con más frecuencia se solían usar en España eran los siguientes. Por una parte estaba la “garrucha”, sistema de poleas mediante el cual el acusado permanecía con las manos a la espalda, siendo elevado del suelo por el nudo. Aunque la subida era lenta, la caída era instantánea, siempre con cuidado de que no tocara el suelo, para de ese modo dislocar sus brazos y hombros. En ocasiones se le sujetaba objetos pesados en los pies, causando igualmente daños irreparables en las piernas.
También encontramos la “toca” o “cura de agua”. El hereje era colocado bien sujeto sobre una plataforma y se le introducía un paño o toca hasta la garganta. El castigo consistía en verter jarros de agua que le producían una sensación de ahogo. Dependiendo de la severidad de la condena se usaban más o menos jarros de agua. A veces se remataba la faena arrancando de un tiró el paño, lo que producía heridas sangrantes en la garganta.
Uno de los más conocidos es el “potro”. El sujeto era fuertemente atado a un bastidor, sobre todo sus brazos y piernas, que eran estiradas mediante poleas hasta que se descoyuntaban. El verdugo era el encargado de ir tensando las cuerdas.
La “dama de hierro” resalta por su crueldad. Era una especie de ataúd vertical, cuyas paredes estaban forradas de púas de metal de gran tamaño. Cuando el recinto era cerrado con el reo dentro, las piezas metálicas se clavaban en su piel sin llegar a matarlo, pero desde luego causándole un dolor espantoso. Pero la “cuna de Judas” no se quedaba atrás. Consistía en una plataforma piramidal con una punta muy afilada. La víctima era alzada mediante cuerdas y poleas, para luego ser descendida sobre el punzante objeto, de manera que se clavaba fuertemente en los genitales.
La “horquilla” era un cepo colocado en el cuello que impedía cualquier movimiento de la cabeza, puesto que unas afiladas puntas se clavaban en el cuello y en el pecho. El “cinturón de San Erasmo” era un cilicio que se clavaba en la cintura del hereje y le penetraba en la carne a través de decenas de púas. El “aplastapulgares” era un método consistente en una plataforma donde los dedos eran introducidos y sujetados, y tras girar una rueda, el aplastamiento era tan enorme que los dedos se abrían, comenzando a manar abundante sangre.
Hora del Ajusticiamiento
Cuando la condena consistía en el ajusticiamiento del hereje, la inquisición tenía unos métodos de lo más variopinto. Por un lado estaba la “guillotina”, que rebanaba una cabeza en cuestión de segundos con la caída de una hoja sobre el cuello. El hacha del verdugo, a falta del método anterior, tampoco se quedaba atrás en esa labor. Con el “aplastacabezas”, la cabeza era encajada en un ingenio que se accionaba con una rueda, y que iba comprimiendo el cráneo contra la base del aparato. Los dientes eran los primeros en reventar, destrozándose después la mandíbula, terminando después con la salida del cerebro a través de los ojos o del cráneo fracturado.
Y quién no recuerda el “garrote”, tan usado también fuera del ámbito religioso. Aunque era un método supuestamente reservado a los privilegiados, para evitarles sufrimiento, tampoco debía de ser una placer morir en él. La cabeza de la victima era sujeta a un poste por medio de una abrazadera. Del poste surgía un tornillo que era accionado por una rueda, y que se iba introduciendo lentamente en la nuca de la víctima.
La Mujer ante el Santo Oficio
La brujería era uno de los actos más perseguidos por la Inquisición, y que en la mayor parte de los casos afectaba a las mujeres. Normalmente terminaban ajusticiadas en el “poste”, siendo atadas a un madero vertical al que luego se le prendía fuego, muriendo la hereje entre las llamas. Con el “taburete” casi siempre se terminaba con la vida de la supuesta bruja, ya que era atada a una silla que, accionada por una polea, era sumergida en un río, llegando a pasar varios minutos bajo el agua. Si no moría por las bajas temperaturas, lo hacía por ahogamiento.
La“pera anal” y el “desgarrador de senos” tienen nombre sumamente sugerentes. Con la primera se forzaba el ano o la vagina de la víctima con un instrumento metálico. Al girar una tuerca, la pera se abría una vez dentro del orificio, causando en ocasiones heridas mortales. El desgarrador de senos, como su nombre indica, eran una pinzas metálicas que se clavaban en los senos, desgarrándolos y provocando hemorragias. A veces el desgarrador era usado al rojo vivo.
Las Minucias de la Inquisición
Visto lo visto, y una vez espantados ante el espectáculo, otros métodos de la Inquisición quedan relegados al olvido como sistemas insignificantes o poco dolorosos. El “cepo” solo servía para sujetar al individuo a la espera de males peores. Los “azotes” con látigos de diferentes puntas era un “castigo menor”.
Y por supuesto, si a uno le tocaba usar el “tonel” o las “mascaras infamantes”, podía estar contento. Con el primero, el reo era introducido en un tonel del que no podía escapar aunque sí caminar por la calle. Las máscaras tenían las formas más ridículas existentes. Tanto lo uno como lo otro eran usadas para que el hereje fuera visto en público por sus conciudadanos. La vergüenza que debía de pasar tal vez le sirviera para no caer de nuevo en la tentación que le había llevado a estar en tan comprometida situación.